lunes, 21 de marzo de 2011

VACACIONES Y ESCENARIOS


Las celebraciones laicas anuales, establecidas arbitrariamente, para conmemorar siempre alguna causa noble, por lo general altruista (o sea, en crisis o en franca minoría y desventaja), tales como el Día Mundial del Sida, del niño, del cáncer, de la mujer trabajadora, del orgullo gay, o el que hoy mismo se celebra, el del teatro, producen antes que orgullo, un franco y sincero mosqueo. Aunque si bien no suele expresarse, por aquello de que se han acordado de uno, sí inquieta por dos razones. Primera, que no haya un día del hombre, del político, del economista, del periodista, etcétera, o sea, aquellos que no necesitan ser recordados, porque están permanentemente; y segunda, que se hable en todos los medios del respectivo Día de... lo que sea, pero que, en definitiva, no sea festivo. Y una celebración sin la alegría de la fiesta -al menos en nuestro país- es francamente decepcionante. Las fiestas-fiestas, entre nosotros, son de tres tipos:
1. Mayoritariamente religiosas. A los patronos y patronas nos gusta honrarlos en su día con la holganza del ocio, una noble tradición heredada de nuestros antepasados, que no estamos dispuestos a perder.
2. Por otra parte, están las fiestas digamos institucionales, tales como el Día de las autonomías respectivas, el Día de la Constitución, o el santo del Rey, que tras exaltar nuestro cadáver cívico y el orgullo de las leyes vigentes, nos permiten disfrutar ese día de reflexión también con holganza.
3. Y el tercer grupo lo forman las tres grandes vacaciones del año, que por otra parte son metafóricamente religiosas, aunque se sostengan en las fiestas tradicionales de todas las culturas, celebradas tras el cambio de estaciones. Navidad o el crecimiento en invierno de la luz en el Niño Jesús; Semana Santa o la pasión de Cristo en primavera; y verano o el desfilar de todas las vírgenes de España por tierra, mar y aire, siguiendo la estela abierta por la festividad de nuestro Monarca. (La cuarta gran fiesta estacional es la del otoño, que se celebraba coincidiendo con el fin de la vendimia, y que dio lugar a las bacanales, donde se gestó el nacimiento del teatro occidental. Sin embargo, el cristianismo no ha sido capaz de reconvertir esta fiesta tan dionisiaca, (olía demasiado a sexo).
Las sagradas vacaciones nos permiten además de holgar a nuestro gusto -como en los días de fiesta del resto del año-, cultivar el espíritu. Esto es: la sensación única de
desconectar durante más de dos días seguidos, no sólo del trabajo, sino de todos los que lo rodean (amigos y enemigos); de nuestra más o menos maravillosa casa que habitualmente nos contiene; y si además también pudieran desaparecer consortes e hijos, las vacaciones pasarían a ser las auténticas burbujas de la vida, que nos harían revolotear chispeantemente entre la novedad, la sorpresa y la aventura.
Pero esto de que los
Días mundiales de... sean fiestas que se celebran mientras se trabaja, y de las que te conciencias a través de los periódicos y los telediarios, tiene algo de solemne timo festivo. Por otra parte, aparecer mezclado con mujeres, niños, enfermedades y demás marginados, es sustancial al teatro; los débiles suelen ser los más lúcidos, su fortaleza se sitúa en otro ámbito. Los cómicos han sido, a su vez, los virus de las enfermedades sociales, aplicando la sabia regla matemática del menos por menos igual a más. A la gente del teatro se la ha asociado habitualmente con la picaresca, la promiscuidad y el mal vivir. A la contra, para los cómicos el buen vivir ha sido siempre sinónimo del buen yantar y el buen folgar, configurando con esas coordenadas una moral completamente hedonista. La sinvergonzonería del ambiente teatral ha transmitido en todas las épocas y a todos los pueblos una estimulante dosis de alegría, fantasía y libidinosidad: los ingredientes perfectos de la fiesta.
Que el Día Mundial del Teatro no sea realmente festivo es una paradoja que ofende, Ni Celestina, ni los
Demonis, ni los Graciosos de nuestro teatro del Siglo de Oro, ni ninguno de los pícaros, gañanes, bufones y sátiros que ha dado la historia del teatro lo hubieran consentido, y mucho menos su público.
La tragedia fue la consecuencia teatral del mundo divino, mientras la comedia y la pantomima -inventos de los hombres- nacieron de una profunda e irresistible necesidad de exhibicionismo, corrosión y sobre todo fiesta. El teatro ha estado intoxicado desde entonces —sin olvidar sus orígenes sagrados— por esta olorosa esencia del gamberreo transgresor que, a la par, le ha permitido ejercer una eficiente crítica en muchos momentos de la Historia. El teatro ha sido un poderoso instrumento en manos de los cómicos que ha desencadenado, o ha ayudado a conseguir la caída de importantes figuras políticas y hasta de regímenes completos contra los que desató la furia de su mordacidad, tan hiriente como educativa.
En la historia del teatro occidental se dice que el teatro quedó domesticado cuando Arlequín, en el siglo XVIII, se quitó la máscara, a instancias de su amada (vergonzosa de presentarse en público con un hombre disfrazado), renunciando así al carnaval y a la burla. Afortunadamente, las batallas libradas desde entonces, para conservar su carácter regocijante, revulsivo, adelantado, combativo y antes que nada abierto y tolerante, no han dejado de repetirse hasta nuestros días.
Pero el teatro tiene una gran debilidad; su causa es múltiple, va dirigida hacia cuantos más mejor, porque pretende alegrar sus vidas y hacerlas —aunque sólo sea durante el tiempo de la representación— más intensas, más verticales, más hacia dentro, transportando despiertos a los espectadores, por la oscuridad de la sala, hasta el interior de sus propios sueños. Si no hay deseo no hay teatro. Si no hay muchos dispuestos a contaminarse de su visión rejuvenecedora de la vida, (el teatro es siempre joven, porque siempre mantiene esperanzas), el teatro no tiene futuro. Se le recordará un día al año y se les explicará a los niños en CD-ROM cómo era, y cómo se hacía aquel arte casi paleolítico por artesanal.

Federico García Lorca, uno de los más queridos utópicos de la alegría que ha tenido nuestro teatro, afirmaba que la grandeza de un pueblo se medía por el estado de salud de su teatro.
Muchos países celebran hoy este Día Mundial del Teatro con reflexiones, charlas, lecturas, conferencias y debates. Pero lo que no hay que olvidar es que lo realmente importante -como dejó dicho Bob Fosse, un gran cómico víctima como Lorca de su fe ciega en la alegría del teatro- es: “Que la fiesta continúe”, y que dure más que todo el año, todas las vidas.

(Publicado por Juan Antonio Vizcaíno en El diario El País, el 27 de Marzo de 1996.)
Juan Antonio Vizcaíno es director de la revista Teatra.

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