Eduardo comenzó a trabajar a los 15 años en la sección deportiva del diario Informaciones. Estudió en la Escuela Oficial de Periodismo donde se graduó en 1943. En 1946 se fue a Tetuán (Marruecos) para llevar a cabo el servicio militar. En esta ciudad se desempeñó como corresponsal de la Agencia Efe, redactor jefe de Diario de África y director de la emisora local.
Desde 1957 hasta 1960 volvió a trabajar para Informaciones, pero como corresponsal en París. Luego fue redactor jefe y crítico de teatro. En este último año comenzó a colaborar, también en esa ciudad, con El Correo Español-El Pueblo Vasco. En 1967 volvió a Marruecos para dirigir el diario España, de Tánger. De regreso a su país fue nombrado director del diario malagueño El sol de España. Entre 1968 y 1980 fundó y subdirigió la revista Triunfo. En 1974 fue director de la Revista Tiempo de historia.
También fue colaborador de Marca, Tajo y Testimonio (1975). En 1977 se desempeñó como crítico teatral de la Hoja del Lunes de Madrid, y en 1978 fue editorialista y crítico teatral de El País, labor que compaginó con sus colaboraciones en la Cadena SER, en los programas A vivir que son dos días y La Ventana.
En 1983 fue, durante dos meses, director de Radio Exterior de España, y en 1995 comenzó a colaborar en el informativo de Radio Nacional, El Ojo Crítico. En su labor como comunicador utilizó los seudónimos Pozuelo, Juan Aldebarán y Pablo Berbén.
Eduardo Haro Tecglen escribió más de 25.000 artículos. Entre sus ensayos se encuentran: "Los derechos del hombre" (1969), "La sociedad de consumo" (1973), "Sociedad y terror" (1974), "Fascismo: génesis y desarrollo" (1975), "El 68: las revoluciones imaginarias" (1988) y "La guerra de Nueva York" (2001).
Entre otras obras que publicó sobresalen: el "Diccionario político", la biografía de Mao Tse Tung o "La Guerra de Nueva York", y sus libros autobiográficos: "El niño republicano" (1996), "Hijo del siglo" (1998) y "El refugio" (1999).
Durante los últimos años escribió la columna visto/oído para el diario El País y un blog, y además mantenía la sección diaria barra libre en el programa La Ventana de la Cadena SER. El 17 de octubre de 2005 sufrió un paro cardiaco mientras comía en un restaurante.
Triste y pobre
"Don Juan Tenorio", de José Zorrilla.- . Intérpretes, Héctor Colorné, Luis Varela, Teófilo Calle, Joan Dalmau, María José Goyanes, Victoria Rodríquez, Paco Cambres, Cesáreo Estébanez, Amparo Soler Leal, Juan Miguel Ruiz, Raúl Fraire, Julio Salvi, Teresa Cortes, Charo Soflano, Manuela Yurfa, Juan Carlos Robres, Jesús Rey, Miguel Arribas.- Música, Luis Navarro. Escenografía, Alfonso Barajas Vestuario: Ana Garay. llurninación: Juan Gómez Cornejo. Versión y dirección: Alfonso Zurro. Centro Dramático Nacional en coproducción con la Cía, Nacional de Teatro Clásico, Teatro Calderón de Valladolid, Junta Castilla y León y Caja Duero. Teatro de la Comedia. 2001.
"Don Juan Tenorio" parecía una obra indestructible: no lo es, y la Compañía Nacional de teatro clásico y el director Alfonso Zurro han conseguido esa difícil aniquilación. El "Tenorio" se ha representado cientos y cientos de veces en el último siglo por grandes profesionales y por cómicos de la legua, por aficionados y colegiales, en públicos y cortes; se han cometido con él toda clase de errores, hay anécdotas a docenas: y, sin embargo, con ropas destrozadas y adornos capilares arruinados, siempre ha tenido brío, ímpetu, fanfarronería, pasión, cinismo: una fuerza dramática organizada en torno a un verso cuyos ripios le han dado más valor, cuyo lirismo ha sonado con emoción; y ha intentado una solución teológica que era prácticamente posible -dentro del refinado y extravagante mundo de la religión-que era la de que el pecador máximo encontrara el perdón extremo en un acto de contrición y ayudado por la doncella a la que había llevado a la perdición y la muerte.
En la versión de Alfonso Zurro, con antiguos actores que sin duda lo han representado otras veces y en muchos papeles, se consigue un decorado pardo y oscurecido y filtrado, y unas voces que si bien pronuncian y matizan están en un tono oscuro y lento, lo mismo para la gran amenaza que para el susurro de amor. Los "malditos" se convierten en ayudantes de escena esforzados y metidos en cabezas de animales, y una banda de viento que suena muy bien coloca pasodobles de toreros de pueblo. Se puede creer que Alfonso Zurro haya ideado todo esto para servir al "Tenorio" con una idea propia; pero es más fácil suponer que las tenía aparte y las ha ido colocando en esta obra como podría haberlo hecho en otra cualquiera.
No hablo de los actores. El nombre de cada uno de ellos es un elogio; pero el mal tratado de la dirección les reduce mucho.
Tuvo los aplausos corteses y solidarios propios de un estreno.
Las tres y las cuatro solas
CRÍTICA: TEATRO 'Doña Rosita la soltera'
Las tres y las cuatro solas
EDUARDO HARO TECGLEN
EL PAÍS - Espectáculos - 10-09-2004
Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores
De Federico García Lorca (1935). Intérpretes: Roberto Quintana, Alicia Hermida, Julieta Serrano, Verónica Forqué, Alberto Rubio, Eva Román , Macarena Vargas, Palmira Ferrer, Jesús Prieto, Ana María Ventura, Pepe Caja, Rosa Vivas, Fernando Sansegundo, Antonio Escribano. Coreografía: Manuela Vargas. Música: Mariano Díaz. Vestuario: Miguel Narros y Andrea d'Odorico. Iluminación: Juan Gómez Cornejo. Dirección: Miguel Narros. Teatro Español.
Estampa fina, romántica, lírica; a cada minuto, se añora el anterior, porque está mejor en estas vidas. Sobre todo, la de las mujeres. Federico García Lorca tuvo siempre un interés en mostrar el drama de la mujer española. Antes de esta obra, Bodas de sangre y Yerma: después, La casa de Bernarda Alba. La mujer condenada, encerrada, abandonada, muerta; no siempre por un hombre, porque a veces la tiranía viene de una mujer que mantiene el tono del encierro y el destino escrito. Otra constante de Federico es una especie de preexistencialismo, como el que luego desarrollarían Sartre, Camus y otros. Hay como dos barrotes cruzados: uno es el espacio, otro el tiempo. Son los que cortan las salidas y se valoran entre sí: uno impide buscar fuera, otro envejece, va matando los deseos, las necesidades, sin crear otras en cambio.
Es el drama de Doña Rosita. La vemos en 1890 y tiene un novio que es al mismo tiempo pasión, salida, realización: pero se le va. "Se la fue el novio", se decía por entonces, y después, de las chicas que se quedaban "para vestir santos": las solteras. Pasa el tiempo y son solteronas. En el segundo acto han pasado diez años, y la noticia es que el novio sigue en América, y la esperanza y la mujer se mustian. Estamos en Granada, hemos visto a las Manolas, que viven en la calle de Elvira y pasean por la Alhambra "las tres y las cuatro solas": ellas y su madre viuda, y en esa soledad sin hombre hay, además, hambre entre ellas. Cuando se sabe ya que el novio de Rosita no volverá nunca, y que ha muerto el hombre de la familia -su tío- y ha llegado, también, la pobreza de las mujeres solas, la casa se abandona, el jardín se mustia, Doña Rosita y la criada y la tía se marchan: se acaba todo. Claro que hay cursilería: el piano de la salita, los remilgos, los pastelitos de cumpleaños... Es una crítica de la burguesía: dentro de ella, hay el drama existencialista de la mujer que irá a cuajar a la tragedia, mucho más perfecta y fuerte, de La casa de Bernarda Alba. La forma telescópica en que lo construye Lorca, metiendo en la sequedad de las vidas dominadas por el tiempo y la nada las actualidades del mundo, el avión y los automóviles, y las muchachas nuevas y jóvenes que están viendo simultáneamente las vidas rotas y las suyas que se hacen libres; y escribiéndolo ya en 1935, donde había feministas y mujeres jefes de partido y abogadas, da esa sensación de fin de época.
Narros lo representa ahora, en 2004; otro telescopio a la inversa más; en nuestra manera de mirar esos tres pasados hay ya como una superioridad. Ya somos otros, ya somos libres. Pero el periódico del día nos habla de más mujeres asesinadas por sus hombres, de peores tratos, de menos trabajo para la mujer y menos remunerado.
En esta elaboración de Narros hay, creo yo, una nostalgia propia de Chéjov y, sobre todo, de El jardín de los cerezos, con ese final donde la casa va vaciándose de maletas, de personas; el geométrico decorado está vacío y la puerta del invernadero se golpea incesantemente, como en el jardín se oye el ruido seco del hacha que rompe los cerezos. El jardín, donde el tipo botánico cultivaba rosas simbólicas, va a desaparecer para una edificación. Está bien: una y otra reflejan el final de una época, la entrada de otra vida. Ha forzado Narros una dicción muy lenta, y unos movimientos de coreografía. Perjudican la acción: media hora menos con el mismo texto daría incluso más nostalgia al texto. Y estarían mejor los actores: estaría mejor la frágil y dolorida Verónica Forqué, aunque no deje de abandonar el tránsito de su gesto. Se salva Alicia Hermida: es indomable, y representa como ella lo hace, y coloca sus frases a la manera antigua, y mete más teatro y más vida en la nostalgia. El público del estreno se lo agradeció, aplaudió sus mutis, la ovacionó al final: creí leer en los labios de Verónica que se dirigía a Narros pidiéndole que dejase a Alicia adelantarse y salir sola. No pasó, no habría tiempo. Pero las ovaciones fueron para todos, y muy especialmente para Miguel Narros; por la obra y por todo lo que supone en el teatro nacional.
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