por Robert Lepage
Existen varias hipótesis sobre los orígenes del teatro, pero la más estimulante tiene la forma de una fábula:
Una noche, en tiempo inmemorial, un grupo de hombres se habían reunido en una caverna para calentarse en torno a un fuego y contarse historias. Cuando, repentinamente, uno ellos tuvo la idea de levantarse y de utilizar su sombra para ilustrar su relato. Al ayudarse con la luz de las llamas, hizo patentes sobre las paredes de la cueva a unos personajes de tamaño mayor que los naturales. Los otros, deslumbrados, reconocieron en las sombras al poderoso y al débil, al opresor y al oprimido, al dios y al mortal.
Hoy día, la luz de los proyectores sustituye a la fogata inicial y la maquinaria de escena, a las paredes de la caverna. Y con todo respeto a algunos puristas, esta fábula nos recuerda que la tecnología es la causa incluso del teatro y que no debe percibirse como una amenaza, sino más bien como un elemento enriquecedor.
La supervivencia del arte teatral depende de su capacidad para reinventarse integrando nuevas herramientas y nuevas lenguas. ¿Si no, cómo el teatro podría seguir siendo el testigo de todas las grandezas y de lo que está en juego en su tiempo y, al mismo tiempo, promover el acuerdo entre los pueblos, si él mismo no demostrara apertura? ¿Cómo podría jactarse de ofrecer soluciones a los problemas de la intolerancia, la exclusión y el racismo, si, en su práctica propia, se negase a todo mestizaje y a toda integración?
Para representar al mundo en toda su complejidad, el artista debe proponer formas e ideas nuevas, confiando en la inteligencia del espectador, que es capaz así mismo de distinguir la silueta de la humanidad dentro del perpetuo juego de luces y sombras.
Es cierto que jugando mucho con el fuego, el hombre corre el riego de quemarse, pero así alberga también la esperanza de convencer y de iluminar.
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